El Modernismo fue una corriente hispanoamericana cuyas orillas o límites temporales se extendieron, más o menos, de 1880 a 1910. Tres decenios apenas. Eso especialmente se explica por la celeridad con que cobré cuerpo en todo el continente, desde México hasta la Argentina. Halló un entusiasmo unánime. Y, evidencia poco frecuente, una común aptitud lírica en las generaciones de muchos países. Cada uno de ellos pudo exhibir sus propios valores. Difícil es precisar si hubo una espontánea promoción de virtudes de refinamiento en la sensibilidad y el tacto literario de aquellos autores, o si la atmósfera del nuevo movimiento comunicó esas características a la mayor parte de ellos, pero resulta indiscutible la condición altamente estética del Modernismo. Se hicieron demostraciones de muy depurada calidad tanto en la prosa como en el verso. Poemas impecables. Cuentos de extremada finura. Novelas de acabado estilo. Crónicas y ensayos en que la luz intelectual cabrillea en la onda verbal rítmica y transparente. Innecesario es quizás el citar, siquiera como prueba parcial, los nombres de Darío, Gutiérrez Nájera, Larreta, Gómez Carrillo, Martí y Rodó. La rapidez con la que pasó el Modernismo por el horizonte completo de Hispanoamérica no significa, desde luego, que haya carecido de trascendencia o de gravitación en el futuro. A pesar del reclamo dariano de que cada uno busque su propia originalidad, rehuyendo la tentación simiesca de la imitación, y en desacuerdo con el parecer de Unamuno de que no se debía hablar de Modernismo sino de modernistas, la corriente tuvo caracteres homogéneos que aseguraron su vasta unidad en el continente. Uno solo fue su credo estético. Y muy semejante el fondo mental y afectivo de los autores. De ese modo la importancia del modernismo como fenómeno global es evidente, y lo es también la duradera consecuencia que produjo. Algunas de las conquistas literarias de los últimos tiempos parten de aquella feliz experiencia.
En el Ecuador hubo también una generación modernista. Y no desdeñable como parece suponerlo el investigador Max Henríquez Ureña. Lo que ocurrió fue que tales poetas ecuatorianos nacieron en la década del apogeo del movimiento en el resto de Hispanoamérica, y cuando escribieron sus primeros versos la hoguera ya se había extinguido. Nuevas modalidades reclamaban la atención de todos. Gustadas las perfecciones estilísticas, registradas las extrañas predilecciones del alma (las esquiveces frente a las demandas ordinarias del ambiente, la abulia, la melancolía y la desazón metafísica), a través de los principales autores, poca o ninguna sugestión debió despertar ya la suma de alardes formales y de doliente exquisitez espiritual de los modernistas del Ecuador, llegados con fatal demora. Pero, por su avidez de las fuentes francesas, por su devoción a los fundadores del Modernismo hispanoamericano, por su fina conciencia del estilo, por la espontánea inclinación morbosa del temperamento, tan común en los años finiseculares, se incorporaron con características uniformes a ese movimiento. Y, como en los demás casos nacionales, ayudaron a mostrar el camino de las transformaciones que se han ido logrando en la presente centuria. Bastante conocido es el origen posromántico del Modernismo hispanoamericano. Apareció como una crisis del romanticismo, ni más ni menos que las tendencias europeas de fin de siglo. Pero no fue un fruto de la intransigencia. Conciliatorias eran las señales de su bandera. No venía a mirar al pasado como un campo enemigo. Ni a los frentes que surgían en su mismo tiempo. Mejor que suprimir a ciegas cuanto se hallaba en pie a su alrededor, era respetar lo bueno y recibir inteligentemente su legado.
La cultura era una divisa modernista. La capacidad de asimilación uno de los mejores bienes. El éxito estaba en saber discernir, en saber valorar y elegir. La figura máxima del Modernismo -Rubén Darío- daba el fecundo ejemplo: fundía en una nueva realidad los elementos del romanticismo, del simbolismo, del parnasianismo, del naturalismo, O sea de todo aquello que ofrecía el laboratorio intelectual de Francia. Para conseguirlo era menester la condición superior de Darío, que reducía a una admirable unidad lo múltiple y desemejante, y mostraba el camino a su espontáneo discipulado americano. Igual destreza reveló enlazando los recursos formales más antiguos de la poesía castellana con los acentuadamente modernos y revolucionarios.
Los modernistas ecuatorianos conocían lo que con tanta brillantez se había logrado bajo el ademán conductor de Darío, a lo largo del continente. Pero conocían también a los representantes de los movimientos franceses, simbolista y parnasianista especialmente. Además, en el Ecuador mismo ya contaban con un predecesor—Francisco Fálquez Ampuero—, buen cincelador de la marmórea estrofa parnasiana. Y dos miembros de la generación anduvieron por Europa con un sutil don de percepción: Arturo Borja y Ernesto Noboa Caamaño. Asimilaron entonces de manera directa expresiones poéticas de aquellas tendencias y la actitud inadaptada, enfermiza, de algunos de sus autores. Ello les comunicó afinidad con los grupos modernistas que hacía poco habían declinado en las otras naciones de Hispanoamérica. Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Samain, Laforgue fueron nombres que se invocaron familiarmente entre los poetas de esa generación ecuatoriana. La elegancia en la frase lírica, el sortilegio musical, el trémolo de los amores infortunados, la ansiedad de partir hacia horizontes desconocidos, un hastío prematuro de todo, les hizo coincidir en sus preferencias de poetas y aun en sus destinos humanos. Hubo entre ellos una evidente unión generacional. Por eso el que juzga al Modernismo en el Ecuador tiene que apreciar de modo insoslayable a sus cuatro autores representativos: Arturo Borja, Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro y Medardo Ángel Silva. Fueron semejantes hasta en su tragedia personal: los cuatro murieron jóvenes, y dos de ellos -Borja y Silva- se suicidaron antes de cumplir sus veintiún años. La brevedad de esas vidas, la atmósfera de bohemia en que se aniquilaron y el desprecio hasta a la notoriedad literaria conspiraron sin duda contra la plenitud y extensión de la obra que los modernistas ecuatorianos habrían dejado. Arturo Borja poseyó una legítima naturaleza de escritor, explícita en tres o cuatro de sus mejores poemas, pero no alcanzó la madurez que merecía. Humberto Fierro amó la selección, el verso trabajosamente pensado, que destella en ciertas expresiones afortunadas pero descubre el artificio y la rigidez en otras. Careció de la exaltación lírica de sus compañeros. Medardo Ángel Silva fue el que mejor llegó a la sensibilidad popular, el más ambicioso de todos. Se le reconocían aptitudes geniales. Hizo poemas admirables, pero a menudo cayó también en la creación mediocre, consecuencia de la prisa y la excesiva juventud. El más completo de la generación fue Ernesto Noboa Caamaño. Poseyó como ninguno la técnica del verso. Fue el más homogéneo. El que mejor se acoplé al Modernismo hispanoamericano. Y sigue siendo uno de los poetas líricos más notables del Ecuador.
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